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El distrito nº 5 de Saltivka, en Járkov, martirizado por los bombardeos rusos
Un barrio popular de torres de viviendas en la periferia noreste de Járkov, segunda ciudad de Ucrania, a un tiro de piedra de la tierra negra y labrada de la huerta, es bombardeado casi a diario.
Desde que las tropas rusas invadieron Ucrania, el 24 de febrero, los bombardeos casi no han cesado en el distrito número 5 de Saltivka. Los bloques de pisos no son más que un campo de batalla devastado, una ciudad fantasma donde sobreviven un puñado de vecinos traumatizados, ancianos en su mayoría, refugiados en los sótanos.
Las zonas de aparcamiento y las calles están jalonadas de ramas, cristales o pedazos de ventanas de PVC. También hay un viejo Lada partido por la mitad, por una placa de hormigón caída del cielo. Los pocos autos que quedan están pulverizados.
- "¿Dónde están los nazis?" -
En su apartamento de tres habitaciones, situado en un bajo, Galyna Malajova, que tiene "63 años desde hace tres días", sobrevive, acompañada de sus dos perras, Rita y Mafa.
"Sin electricidad, aquí está oscuro y hace frío", dice, casi disculpándose, sentada en su sofá verde y desgastado, bajo la mirada benevolente de tres iconos ortodoxos estampados en tarjetas postales.
En el apartamento, que sigue milagrosamente en pie, hay garrafas de agua por todas partes. La vivienda con la que comparte rellano no tuvo tanta suerte: la puerta está desencajada y un colchón sucio yace en el suelo, inundado.
"Un misil alcanzó la fachada del otro lado", cuenta Galyna.
"Estamos justo en frente de los rusos, nos bombardean sin descanso. Al principio, estaba aterrada, ahora ya me he acostumbrado un poco (...) Cuando los bombardeos son demasiado fuertes, voy al cuarto de baño. No sé qué ocurre fuera...", explica.
Afuera, las bombas han callado desde hace rato. Dos personas montan guardia para que nadie entre a saquear los apartamentos.
Con los ojos enrojecidos de cansancio, un hombre fuma nervioso. Invita a visitar su refugio, en las entrañas de lo que hasta hace un mes era una escuela.
Al sótano, oscuro, se llega siguiendo una cañería. La trémula llama de una vela ilumina la mirada vacía de un anciano sentado en un pupitre, inmóvil como una estatua de cera.
Poco a poco, en la penumbra, se adivinan las siluetas de varias personas.
"Físicamente, nos aferramos [a la vida]. Vivimos, cocinamos, hablamos juntos, eso nos ayuda a hacer frente a la situación. Pero, psicológicamente, estamos al límite", confiesa Olga Panshenko, de 65 años. Lleva un gorro rojo calado hasta las cejas.
"Los soldados rusos nos han robado nuestra vida, nuestra libertad. Hemos perdido nuestras casas, no sabemos adónde ir ni cómo salir de aquí", comenta Vadim, uno de los pocos jóvenes del grupo. "La guerra está por todas partes".
"Tengo mucho miedo de salir, incluso para hacer pipí. Todo el día, toda la noche, hay bombas", agrega una señora, desesperada. "¿Dónde están los nazis aquí?", denuncia, en alusión a la campaña de "desnazificación" alegada por el presidente ruso, Vladimir Putin, para invadir Ucrania.
- Seguir con vida -
Los alrededor de veinte vecinos que tratan de sobrevivir en el sótano dependen de la comida que cada día les traen unos valientes voluntarios.
"En los últimos días, todo ha cambiado en nuestras vidas, ahora estamos aquí", suelta con voz cansada Yevhen, de 18 años. "En este sótano, nos hemos convertido un poco en una gran familia", dice, esforzándose por sonreír. Tiene a su madre al lado. Con semblante triste, acaricia a un gato en el regazo.
La mayoría son ancianos, enfermos o discapacitados, dependientes de algún familiar. En general no tienen adónde ir. Viven en un barrio de ingresos modestos y abundantes problemas sociales.
Pero ¿a qué se deben los incesantes ataques rusos contra este barrio popular? Una unidad de las fuerzas de defensa antiaérea ucranianas campaba en las inmediaciones al comienzo de la invasión. Y aquí también se trajeron baterías de lanzacohetes para disparar contra los rusos, según cuentan los habitantes.
Muchos de los que se refugian en el sótano tienen parientes atrapados en los apartamentos, incapaces de bajar por las escaleras por estar demasiado viejos o demasiado enfermos. Ninguno de los ascensores funciona.
El esposo de Olga tiene "el lado derecho paralizado" a causa de un infarto cerebral, y su hijo "perdió la cabeza después de un accidente" y hay que vigilarlo constantemente para que no se escape. Ambos permanecen en su apartamento, en el sexto piso, sin agua ni electricidad.
El marido recibe al visitante con paso lento y sonrisa tranquila. "No, no tengo miedo, de todas formas no puedo bajar rápido, así que...".
"Yo les traigo comida por la mañana y por la tarde", explica Olga. "Contamos los días, las noches (...) y damos gracias por cada día que pasa y seguimos con vida".
J.Pereira--PC